Aspecto físico[]
Faustián es un goblin de rasgos lánguidos y sombríos.
Es enjuto de hombros y de cintura, con huesos alargados y finos, enteco de carnes en brazos y piernas, y con una barriga algo abombada debido a la ingesta abusiva de bebidas alcohólicas (muy en desemejanza con su escasa masa muscular). Su tez es morena, o traduciéndolo a términos del cromatismo cutáneo goblin, verde oscura pigmentada de un tenue matiz azul. Está salpicada de motitas por el rostro y por los antebrazos, en las zonas donde no se extiende un parche de vello rizado y ralo.
Lleva el cabello corto y en forma de un tupé peinado estilosamente hacia atrás, salvo por un mechón crespo que deja que le cubra la frente. Su tonalidad es azul endrino y todavía le crece en abundancia y se le derrama por las patillas, aunque ya se advierten entradas pronunciadas en sus sienes. Sus orejas son grandes y bien formadas: ni se despliegan cómicamente como las alas de un murciélago ni se pegan a la base del cráneo; el arco que describen está bien proporcionado y su apariencia resulta armoniosa según los estándares goblin. Las adorna con una colección de cuatro argollas de plata, tres en la izquierda y una en la derecha; y por lo demás, una de ellas, la diestra, exhibe un desgarro en el hélix seguramente causado por un tirón a uno de sus aretes.
Tiene unas manos amplias y delgadas, descarnadas en las falanges y en los nudillos. No parecen muy robustas y, de hecho, suelen ir guarecidas bajo la cobertura de unos guantes. Se especula que una de ellas, la zurda, sufrió un terrible percance que la dejó calcinada.
En cuanto a su fisonomía, es de lo más corriente dentro del canon goblin: de cejas despobladas y con marcas de haber lucido pendientes; nariz ganchuda cual pico de águila, abultada como un promontorio en el tabique aunque no desmedida en su longitud; de ojos de color espliego, suavemente hundidos y con ojeras violáceas alrededor, en un indicativo de falta de sueño; presenta, además, algunas arrugas de expresión en torno a los labios, cenceños y cuarteados por la sequedad; y con respecto al mentón, al igual que las mejillas, está poblado por la huella de una barba cerrada y áspera, y se muestra saludablemente recto, recio y puntiagudo.
Su gesto transmite un lejano atisbo de apatía conjugado con un cierto cansancio anímico, a juzgar por la cantidad de pellejo que se abolsa bajo sus ojos. Posee un aspecto vagamente adusto, como de indiferencia o más probablemente de tedio ante lo que contempla. No es inexpresivo; en verdad, se le puede ver sonriendo con cierta frecuencia. Ese tipo de muecas pálidas, eso sí, no logran desprenderse de un airecillo de indolencia y de acidez que delata su acritud.
Es hábil en sus ademanes e incluso sutilmente sofisticado. Camina sin prisa pero sin pausa hacia su destino: con decisión y alerta a lo que sucede a ambas veredas del sendero. Es tremendamente preciso en sus movimientos dactilares y no está exento de una agilidad muy oportuna a la hora de salir por patas ante una situación comprometida. Es digno de mención, eso sí, el tic que experimenta en la mano izquierda: a veces, en momentos de nerviosismo, su miembro se estremece involuntariamente y con violencia, sin que pueda reprimir el impulso.
Para engalanarse prefiere un vestuario de tonos lóbregos: prendas de seda en las que predominen los negros, los grises y los ribetes dorados. No es excesivamente sibarita ni superfluo en su elección de indumentaria: ni busca inscripciones u ornamentos rúnicos en las bandas ni opulencia en la calidad del tejido; por supuesto que sabe apreciarla, pero simplemente no malgasta el dinero en esas frivolidades. Así pues, mientras la ropa sea medianamente elegante y cómoda para sus empresas intelectuales, cumple su propósito con él y se revela deseable.
Como característica destacable se debe anotar el apego que le profesa a su monóculo, lente que no solo le aporta un toque de distinción, sino que también le sirve con objeto de realizar un minucioso análisis visual. Eso y que siempre guarda en sus togas un estuchito con puros importados de Bahía del Botín y una cajita de un rapé especial fabricado con ralladura de hierba vil.
Su voz es ronca y asombrosamente profunda para un goblin. En adición, padece un gorgoteo muy leve que le añade guturalidad a su habla. Su acento desenfadado y mercantilista es el típico de los habitantes del Puerto Pantoque de Kezán, en contraposición al deje más diluido y políglota del Cártel Bonvapor. Con respecto al olor, habitualmente hiede a cenizas y a humo tabaquero, cuando no a güisqui o al polvillo que despiden los libros viejos.
Descripción psicológica[]
Personalidad[]
De renacuajo, Faustián era un goblin sorprendentemente encantador. Aplicado, emprendedor, concienzudo en sus tareas y muy servicial en relación con las demandas de sus progenitores. Asimiló rápidamente los fundamentos de los oficios de ambos gracias a esta actitud y aprendió a no temerle al trabajo duro.
También se le concedía un tiempo para la imaginación, así que nutría su mente con historias fabulosas de los extranjeros que habían visitado otros puertos y ciudades a lo largo y ancho de la costa occidental de los Reinos del Este. Ya a una edad muy precoz leía con soltura y pronto entretejió sus propios periplos de ficción. De hecho, fue esa mentalidad soñadora la que lo inspiró años más tarde para rebasar las fronteras de la lógica en su quehacer académico.
Adquirió labia y picardía como asistente comercial de su madre; y rigor en los estudios gracias al influjo de su padre. Afortunadamente, su genética extrajo los mejores atributos de ambos: carecía de la molicie de la primera y de la ineptitud social del segundo. Así pues, de joven resultaba una compañía ingeniosa y divertida, siempre que se le ofrecía la oportunidad; eso sí, nunca consintió que aquel ánimo candoroso lo arrastrase por la senda de la pereza.
Faustián no es un goblin especialmente codicioso, pero sí tacaño: pese a que más adelante se enriqueció, de pequeño estuvo sometido a un régimen de vida relativamente modesto, de ahí que cuente escrupulosamente la calderilla y que no tolere los derroches. No ambiciona más de lo que tiene, porque sus horizontes pertenecen a un orden erudito y no uno social o monetario. Sobre este aspecto se debe apuntar (sotto voce, eso sí) que no le pesa tanto gastar para los demás —para sus exiguos amigos, compañeros o parientes— como para sí mismo. Sin embargo, Faustián nunca lo admitirá.
Se volvió adicto al trabajo en cierto punto de su trayectoria profesional, después de realizar un inquietante descubrimiento. De esta suerte, fue renunciando paulatinamente a todo lo demás: si mantenía algún contacto era por el interés, puesto que apenas invertía esfuerzo en sus amistades; su esposa era otro cantar: se acostó con otro goblin y Faustián ni siquiera se inmutó. Mientras sus investigaciones florecieran, nada le importaba lo demás: ya podía explotar el mundo y sumirse por el desagüe, que aquel no era su problema.
Al sentirse despreciado, o más bien relegado a un segundo plano por su padre, nunca lo apreció en demasía. Buscó en sus maestros alquimistas el amor paternal del que a él le habían privado; y de esa manera, un día le tocó a él ostentar esa complicada posición. Ejerció la paternidad de un modo sobreprotector, en recuerdo y en prevención del rechazo que había sufrido en su infancia. La devoción que le presta a su hija es una de las pocas cualidades que lo redimen.
Cuando su labor científica se estancó y su situación familiar empeoró dramáticamente, Faustián se hundió. A fin de endulzar el trago de sus fracasos, resolvió adulterarlo con otros licores más suaves: vino, sidra, brandy, güisqui, ron y anís; todos servían al propósito de entumecer sus sentidos. Para su desgracia, terminó acostumbrándose a la bebida y pronto tuvo que saltar a otras sustancias menos salutíferas.
En la actualidad, Faustián continúa destruyéndose a sí mismo silenciosamente. De cara al público sigue como siempre: algo más gruñón, tal vez; más ácido y descreído, posiblemente; y eso sí, más temerario, chulo y severo cuando lo ponen contra las cuerdas. No obstante, para su fuero interno está devastado: apenas duerme y la tensión lo socava por dentro. Esto se plasma tanto en sus ojeras como en las convulsiones espasmódicas de su mano.
Cabe notar que desde que acogió a la goblin Brioche en su morada su estado de salud física y mental ha mejorado perceptiblemente. Se encuentra más vigoroso en lo corporal, más activo y atento, y menos pejiguero y cascarrabias. Su influencia benévola parece haber limado algunas de las (casi ilimitadas) asperezas de Faustián.
Si todo continúa así, lo más probable es que el temperamento del goblin mude pronto a uno menos autolesivo. Eso, o que acabe por extraviar finalmente la cordura.
Gustos e intereses[]
Aparte de con la lectura de obras científicas, se deleita con la literatura de terror (muy a tono con la naturaleza de sus experimentos) y con la novela bizantina, que expresa el deseo insatisfecho de su juventud: recorrer el globo y admirar sus maravillas. No solo le intrigan, en el plano académico, la medicina y la alquimia; antes bien, hace tiempo que estas disciplinas le cedieron el paso a la arqueología: para él, el estudio del ayer se ha tornado en una prioridad. Todo empezó con el examen de un volumen críptico, la herencia que le legó su padre, pero ahora su actual modus vivendi se sostiene sobre esta base. Pese a que es un usuario de la tecnología y partidario del progreso, detesta todo cuanto guarda relación con la mecánica: es un verdadero chapuzas en la manipulación y reparación de cacharros y no se preocupa por disimularlo.
Su curiosidad antropológica halló pábulo en los abalorios que le regalaba su madre de chiquitín: amuletos de los humanos, fetiches trols, antiguallas de los altos elfos y bujerías de los gnomos y de los enanos. Para él, estos objetos se constituían en símbolos del misterio que radiaba a todo cuanto se ubicaba el continente: los valoró como a preciadas reliquias y no tardó en apoderarse de un buen número de ellas. Solía envanecerse de su galería de lienzos, estatuillas e ídolos de civilizaciones foráneas y de un tiempo pretérito. Sin embargo, para infortunio de su síndrome de Diógenes, recientemente se ha visto forzado a recurrir a su venta. Si se le presenta la ocasión, no obstante, no dudará en llevarse recuerdos de los parajes que visite.
En lo musical disfruta con composiciones tranquilas: su vida es un trajín constante, así que por norma general aborrece el «chumbachumba» que se escucha como soniquete de fondo en muchas de las canciones que se emiten por la radio. En cuanto a géneros, ni pop, ni rap, ni rock; se decanta por el blues y sobre todo el jazz. Soporta los tres primeros, pero solo encuentra solaz con los últimos. Con respecto a lo artístico, alaba el estilo pictórico y arquitectónico de Gilneas: de haber nacido en otra época, habría anhelado transitar sus calles en su momento de esplendor.
Para establecer su residencia, los paisajes agrestes no se listan entre sus favoritos, aunque estima una combinación balanceada de industria con naturaleza: parques y vergeles exuberantes salteados con farolas, asfalto, piscinas, flamencos de jardín, campos de golf y factorías. El corazón comercial de la urbe lo aturde: él prefiere afincarse en la periferia y darse un garbeo por la ciudad, siempre a lomos de su auto, solo cuando sea pertinente.
Con la edad ha ganado casi tanto en sabiduría como en malos hábitos: juega al póker y apuesta en las carreras de bombas motorizadas; fuma hierba vil y la mastica como rapé; y por supuesto, se mete sus buenos lingotazos de bebida espirituosa al cuerpo. La nómina de sus adicciones es muy numerosa, aunque todas manifiestan un factor común: son sustancias estupefacientes. De hecho, ni siquiera se molesta en ingerir refrescos o batidos si no contienen, al menos, una pizca de alcohol.
Entre sus aficiones secretas figuran la navegación, que le trae memorias de su niñez, y la elaboración de sus propios cócteles. También juega al golf con razonable pericia y es un piloto de coches bastante decente cuando no va puesto hasta las trancas. Desde luego, bañarse en la piscina del chalet del vecino y gorronearle la sauna se agregan a este repertorio de pasatiempos.
En lo relativo a sus apetencias gastronómicas, el alimento marino es el más sabroso: ostras, cangrejos, caracoles y cigalas se le antojan magníficos; un buen salmón asado aventaja al faisán más adobado; truchas, lubinas, pargos, calamares, cazón e incluso filetes de tortuga caben dentro de su menú y ninguna se fuga. Y para la guarnición, las verduras cumplen el papel a la perfección. La carne, en cambio, no rima con él y no acaba de complacerlo del todo.
Filosofía, ética y moral[]
Faustián es un exponente ideal de escéptico en su pensamiento filosófico. Su máxima es cuestionarlo todo y no dar nada por sentado. Bajo este prisma, no hay superstición o mito al que otorgue validez si no viene secundado por la evidencia empírica.
Su percepción sobre la moral es de corte relativista y eminentemente pragmática: la ética se genera por y para la sociedad a la que está destinada, por ende, carece de sentido extrapolar un sistema de valores determinado a una cultura extranjera. Al fin y al cabo, a él lo que le motiva es el estudio arqueológico y antropológico, y si juzga una civilización según los cánones de su mentalidad goblin corre el riesgo de contaminar sus deducciones. Como científico de cierto rigor, no puede permitirse ese lujo.
A la hora de actuar, no se posiciona a favor ni en contra de ninguna de estas tendencias. Ni altruismo ni un egoísmo extremo; él tan solo procura satisfacer sus necesidades de manera que menoscabe lo menos posible a otros (lo que encaja bastante bien con el movimiento utilitarista). Puesto que no ambiciona renombre ni riquezas, sus deseos se limitan a lo básico: una vida holgada y feliz con sus seres queridos.
Eso sí, ay del que lo obstruya en la consecución de esta última meta: la familia es un bien sagrado para Faustián, y no le preocupa mentir, robar o asesinar —si debe hacerlo— con tal de preservar a salvo la suya.
Fe[]
Faustián es un magnífico ejemplo de agnóstico. Lógicamente, no es capaz de negar la existencia de los dioses de Azeroth, pero no venera a ninguno de ellos. Eso no implica, no obstante, que no deposite su fe en ciertos conceptos.
La fuerza de voluntad es uno de los tres poderes motrices en los que cree Faustián: gracias a ella, se producen los milagros en el multiverso. El tesón es el sustento de todo acto volitivo, así como la confianza en uno mismo. Por último, la inteligencia es el respaldo o el andamio con el que se sujetan en pie las columnas de este edificio. Todas estas potencias generan, en conjunción, un pilar sólido y digno en el que apoyarse.
Mal que le pese, Faustián aún no ha perdido la fe en sus amigos ni en las personas que integran la Horda o el Cártel Pantoque.
Biografía[]
Infancia y adolescencia[]
Faustián es originario del Puerto Pantoque de Kezán. De niño se vio expuesto a una marabunta de culturas y de personas que atracaban en los muelles; en su mayoría, piratas, corsarios o marineros de Kul Tiras en busca de vituallas. Su conocimiento marítimo es escaso, aunque su madre trató en abundancia con estas gentes: regentaba un comercio notablemente fructífero a pie de playa, junto a los astilleros, en el que vendía suministros básicos y recuerdos exóticos de Minahonda. Lo más reseñable de estos trapicheos eran las bagatelas que le traía su madre de la tienda: tótems de los trols de la Selva de Tuercespina, imágenes benditas de Lordaeron, talismanes con forma de ancla y, de cuando en cuando, algún libro de viajes o de aventuras náuticas.
En el colegio, Faustián era el típico crío travieso y fantasioso que se aburría en las clases y que no tardaba en buscarse gresca con sus compañeros debido a su bocaza. No carecía de un buen par de testículos, así que con frecuencia volvía a casa con los ojos de color lila.
La señora Neeza, en contraposición a muchos otros goblin, amaba su labor y presentaba un carácter enérgico y risueño. No era una intelectual, pero le fascinaban las máquinas y era hábil reparando las averías de los cacharros. Aparte, en el mercadeo lograba transmitir confianza a sus clientes, una auténtica proeza viniendo de una goblin, y nunca especulaba más de lo justo con los precios.
Su padre, en cambio, se pasaba todo el día y gran parte de la noche encerrado en su habitación, experimentando con sustancias químicas volátiles. Nunca se ocupó demasiado de Faustián. De hecho, este último siempre creyó que lo que más le interesaba de su matrimonio era disponer de una fuente de ingresos fiable con la que costear los gastos de sus investigaciones; y a lo sumo, contar con un ayudante rentable en el momento en que Faustián creciera. Lo poco que conocía de su padre es que en el pasado trabajó en Minahonda para el Cártel Bonvapor, pero que fue expulsado del núcleo subterráneo de la isla por algún motivo que ignoraba: impagos, seguramente, o quizá por tocarle las narices a algún príncipe mercante.
En verdad, el señor Kazto poseía un ánimo atrabiliario y un genio tan voluble como sus pócimas. Se las daba de entendido en alquimia, pero solo producía abortos de pociones y tónicos milagrosos que obraban su prodigio la mitad de las veces. Si por casualidad generaba algún beneficio era gracias a que su amantísima esposa engañaba a los marinos más cándidos a fin de que adquiriesen sus bebedizos (prometiéndoles, probablemente, algún descuento).
Al ir avanzando en edad, Faustián aprendió los gajes de ambos oficios a un nivel muy utilitario: se destacó en la contabilidad y en la clasificación del inventario, y demostró una memoria portentosa a la hora de identificar los artículos de la tienda y de reconocer los componentes alquímicos con los que trajinaba su padre. Pero sus capacidades y sus gustos no encajaban del todo con los de los críos de su edad: era un verdadero cáncer con la tecnología y a menudo le explotaban los petardos en las manos. Se probó más apto en el comercio, gracias a una muy oportuna verborrea derivada de su madre y de las lecturas que le proporcionaban sus dos progenitores. Sin embargo, su auténtica pasión era el misterio que yacía tras las narraciones con las que fantaseaba en sus ratos libres.
Cierto día, su padre recibió un comunicado de parte del Cártel Bonvapor desde Minahonda. Pidieron su asistencia para emprender una travesía a los Reinos del Este, en pos de asociarse con una fuerza recién descubierta que amenazaba con conquistar el mundo entero: la Horda. Obviamente, Kazto no leyó la letra pequeña del contrato y tan solo se frotó las manos ante la promesa de un salario suculento. Se lanzó a la aventura sin vacilar y dejó a su familia a merced del sueldo de su mujer (que, por otro lado, daba perfectamente para cubrir sus necesidades).
Faustián aprendió algunas nociones fundamentales de alquimia de la biblioteca de su padre, y retomó sus empresas en cuanto este se hubo marchado, de suerte que sus productos eran ligeramente mejores que los de su predecesor. Con los años, no obstante, excedió las expectativas de su maestro y comenzó a crear compuestos que realmente funcionaban, para regocijo de su madre. El negocio prosperó y Faustián despertó la atención de la Unión de Alquimistas ya en su juventud, con que parecía decidido que partiría a Minahonda en breve para adiestrarse como era debido.
Al término de la Segunda Guerra, Neeza escuchó la noticia de que su marido volvía a casa. Aquello no la entusiasmaba demasiado, a sabiendas de la impericia en la alquimia de su cónyugue y teniendo en consideración que se había aprovechado de su estado como futura viuda para cosechar los favores de ciertos magnates empresariales del vecindario. Para su fortuna, el dirigible que transportaba a Kazto estalló en circunstancias indeterminadas antes de aterrizar en Kezán. Las indagaciones de las autoridades no fueron en absoluto concluyentes al respecto, pero la teoría mejor abonada afirmaba que se había desatado una violenta deflagración en el interior de la barca. Enseguida, Faustián y la señora Neeza se figuraron la escena: su padre, trasteando con alguno de sus cachivaches, la había pifiado.
Y por meses, esa fue la única versión que conocieron la esposa y el hijo del difunto. Sin embargo, cuando llegó una caja con los restos que se habían rescatado del desastre y Faustián la examinó, pronto comprendió lo erradas que habían estado sus suposiciones...
Edad adulta: el alquimista[]
Faustián viajó a Minahonda y allí estudió alquimia aplicada a las ciencias médicas durante años. Para sufragarse los estudios, recurrió a ofrecer terapias y tratamientos a los indigentes: y no por generosidad, sino con objeto de ganarse unas míseras perras. La reputación de su padre le reportó una escasa fama: antes bien, le granjeó enemistades entre sus colegas del Cártel Bonvapor que aún mantiene a día de hoy. No obstante, su agudeza para las abstracciones formulísticas lo mantuvo a flote durante ese periodo: de hecho, se rumorea que inventó varios géneros de droga sintética nuevos que más adelante penetraron con vigor en el mercado negro. Gracias a todo aquello, y a la ingente suma de dinero que amasó, completó con éxito su entrenamiento y regresó al Puerto Pantoque con el prestigioso título de doctor.
Su madre había abandonado tiempo atrás Kezán para asentarse con un ricachón en la ciudad portuaria de Bahía del Botín. Desde allí le enviaba a su vástago postales y más de esas alhajas curiosas que tanto cautivaron a Faustián en su niñez. Le había cedido la propiedad de su viejo comercio, que él convirtió en su sanctasantórum personal, atestándolo de brebajes y de escritos obscuros. Allí podría haber inaugurado su laboratorio alquímico de haberlo deseado; sin embargo, el goblin tenía una meta fija —y bien distinta— en mente.
Faustián nunca olvidó lo que halló oculto en la caja de despojos de su padre. Aquel volumen quemado cuyas páginas le susurraban tentaciones con voz exangüe lo había perseguido por más de media década. Ahora que había concluido su aprendizaje, por fin podía dedicarse enteramente a él. Empero necesitaba medios y riquezas para apoderarse de toda la literatura que debía consultar; le hacían falta contactos para conseguir las reliquias que precisaba; y también requería de alguien que se encargase de los asuntos mundanos mientras él estaba fuera.
Sin ser consciente de ello, y por mucho que hubo abominado a su padre, repitió sus pasos uno por uno: se buscó una mujer y se aseguró un puesto confortable dentro del Cártel Pantoque. Tras esto, permitió que el estudio de aquel grimorio lo absorbiera.
Paternidad y brujería[]
Todo cambió para Faustián cuando conoció a su hija. Siempre se preguntaba a sí mismo cómo podía haber brotado una fruta tan dulce de una unión tan yerma y sin amor. En realidad, jamás predijo que la querría tanto.
Gracias a su niñita, Faustián empezó a comportarse como un padre de verdad y por primera vez en años aparcó sus experimentos para concentrarse en las cuestiones del hogar. No le importó lo más mínimo que su esposa le pusiera los cuernos con otro goblin; realmente, aquella fue una excusa fantástica para firmar los papeles del divorcio y despejarla para siempre de la ecuación de su vida. Él solo se ocupó de la educación y de la crianza de su pequeña, la tierna Ángela o Angie, como a él le gustaba llamarla; aunque muy a menudo y sin pretenderlo, era ella quien procuraba que su padre conservara los pies en la tierra.
La chiquilla era débil y enfermiza desde su nacimiento: su padre la medicaba con asiduidad. Pero a Faustián, lejos de asustarle, su dependencia lo previno de zambullirse de pleno en su manía, pues en su análisis del libro maldito había tanteado de refilón la magia sombría. Todo empezó por una razón exclusivamente heurística: por pura y dura curiosidad. Más tarde, los métodos y las herramientas de la brujería se probaron útiles, cuando no directamente indispensables, para seguir ahondando en la materia. Su conocimiento teórico de la abismancia superaba con creces el empírico; pero para Faustián con eso bastaba. La vida era maravillosa: vendía sus fármacos, cuidaba de su hija, la obsequiaba con un millón de regalos y al anochecer se internaba en su cuarto para desentrañar los secretos de dicho tomo a la tenue luz de una lámpara de gas.
Como conclusión de aquello, apenas dormía y tal ritmo lo estaba devastando. No extrañará entonces que en algún momento el frágil cristal de sus sueños estallara y se fracturara en mil pedazos.
Pactos[]
Un día, el laboratorio de Faustián en Puerto Pantoque ardió. Se le atribuyó la culpabilidad a una banda de criminales relacionada con la mal afortunada Ventura y Cía. Sorprendentemente, cuando los matones del Cártel entraron en su guarida, encontraron a la organización al completo exterminada: todo había sido arrasado. No faltó quien acusó a Faustián del delito, pero él era un simple erudito, así que pronto se desestimaron las imputaciones. Los sabuesos del Cártel Pantoque detectaron trazas de azufre en el escenario de la matanza, con que la hipótesis más extendida es que una criatura de los infiernos los asesinó. Solo restaba una duda por disipar: ¿quién invocó a ese demonio?
Aquel interrogante nunca se resolvió. Faustián fue indemnizado por su pérdida y montó un nuevo laboratorio mucho más amplio y mejor dotado de instrumental que el anterior. Pudo comprar cientos de obras que contribuirían a su investigación y, por un breve instante, abrazó la felicidad.
Meses después, el volcán de Kezán explotó y derramó una colada de lava por la superficie de la isla, sepultando Minahonda y abrasando todas las pertenencias materiales de Faustián. La condición de su niña empeoró a causa de una aflicción desconocida, y al año de desembarcar en las costas de Azshara, entró en coma.
Ni Faustián ni ningún otro médico supo realizar un diagnóstico certero. Daba la sensación de que la mente de la cría se había evaporado de su cuerpo, pero su enfermedad no atendía a ninguna causa orgánica, o lógica, que ellos pudieran determinar con sus recursos limitados.
La alegría de Faustián se esfumó de un plumazo. Desposeído y obligado a saldar las desorbitadas facturas de las máquinas que sustentaban con vida a su hija, no le quedó otro remedio que desprenderse de su preciada colección de antigüedades para subsistir. En Kezán se había afiliado al partido de los que se oponían a Gallywix, en un acceso de bondad o más probablemente con la esperanza de sacar tajada; así pues, no contaría con la ayuda oficial del Cártel para subvencionarlo en su búsqueda de una cura.
Tan solo estaban él y su obsesión. Y de algún modo, Faustián dedujo que la salvación de su hija estaba impresa en una de las hojas de su amado —y odiado— grimorio.
El anticuario[]
Faustián se convirtió en anticuario. Para soportar los pesares de su nueva condición, buscó consuelo en una infinitud de vicios: comenzó a fumar puros, y cuando la investigación lo conducía por un derrotero sin salida, bebía hasta desplomarse sin sentido sobre la moqueta de su casa. Aun estando lúcido, apostaba, jugaba al póker y dilapidaba progresivamente su dinero. Pronto se inmunizó contra todas esas sustancias estupefacientes y cada vez demandaba más y más con objeto de aliviar sus penas.
Durante un año invirtió todos sus fondos en destilar un remedio y falló estrepitosamente. Estaba a punto de rendirse y de arrojarse por uno de los acantilados de Azshara cuando cayó en la cuenta de un dato, un apunte marginal que lo hizo reflexionar: ¿y si había más ejemplares de aquel libro? Su padre no podía ser el autor, era demasiado inútil, cobarde y necio; así que quizá lo hubiese copiado. En tal caso, mientras él rascaba migajas de sabiduría adheridas a un lienzo carbonizado, habría otros que disfrutaban de acceso al contenido magro del tomo.
Lo reorientó todo desde este prisma. Y al cabo de un tiempo, escuchó informaciones que mencionaban otros manuales: uno, fuertemente protegido en Dalarán; y otro que, según aquellas fuentes, había caído en manos de un sacerdote humano durante la Segunda Guerra. Dicho sacerdote aún respiraba: de hecho, en la actualidad se le consideraba un profeta dentro del Culto Crepuscular.
Aquella era su mejor alternativa. Debía cerciorarse de que todo estaba en orden y emprender una travesía al sur de Kalimdor, al último punto donde se había dirigido aquel hombre.
Actualidad[]
Faustián está a punto de deshacerse de todos los artículos peculiares y extravagantes que acumulan polvo en las estanterías de su tienda. Con ese sacrificio planea financiar su expedición. Lo apostará todo a esta última carta, y tan solo le caben dos opciones: que la misión triunfe y que consiga descifrar los misterios que encierra el libro; o que fracase, lo suma en la ruina y aniquile todas sus esperanzas de sanar a Ángela.